Revoluciones violentas o no violentas, esa es la cuestión
(Artículo publicado en Público)
Ante el alud de críticas y descalificaciones vertidas contra los pocos que nos hemos opuesto a la intervención militar en Libia, es oportuno abordar un argumento despreciado en el debate, el de la noviolencia. Y aportar algunos datos para desmentir las bondades del derecho a proteger planteadas por el coro de partidarios de las guerras justas.
En general, se ha hecho referencia al fracaso de la Comunidad Internacional en los conflictos yugoslavos o en el de Ruanda. Hoy, pasados unos años, podríamos hacer el balance y preguntarnos qué arreglaron aquellas intervenciones militares. Recordemos que, si bien los bombardeos de la OTAN en Bosnia (1994) liberaron Sarajevo, no acabaron con las matanzas. Un ejemplo, el más dramático de toda la contienda, el asesinato de 8.000 bosnios en Srebrenica fue perpetrado frente a las fuerzas de los cascos azules de la ONU, quienes no hicieron absolutamente nada para proteger aquella población.
Otro ejemplo. Más tarde, para proteger a los kosovares, la OTAN bombardeó Serbia (1999). Aquellos ataques, desprestigiaron y tiraron por el suelo la resistencia activa noviolenta preconizada por el líder kosovar Ibrahim Rugova y ayudaron a instalar en el poder al jefe de la UCK, Ashim Thaci. Una guerrilla que recibía ayuda de EEUU y además se financiaba (ya se sabía entonces) de la prostitución, el tráfico de drogas y de órganos (esto lo sabemos hoy). Una vez instalado el nuevo gobierno albano kosovar, prosiguieron las hostilidades y las represalias. Pero esta vez contra la minoría serbia, 200.000 kosovares serbios fueron expulsados de sus hogares y, los pocos que se quedaron refugiados al norte de río Ibar, hoy piden la autodeterminación y la anexión de su territorio a Serbia.
Es decir, ni las bombas ni la intervención de la OTAN acabaron con las matanzas ni la limpieza étnica, ni tampoco con el régimen criminal de Milosevic. Y si este cayó en el año 2000, fue gracias a las revueltas populares no violentas que dieron al traste con aquel sátrapa que luego sería entregado al Tribunal Penal Internacional.
Respecto al genocidio de Ruanda en 1994, también puesto como ejemplo de inacción internacional, se debe recordar que, en la región de los Grandes Lagos, las atrocidades entre hutus y tutsis se remontan a decenios anteriores. Entonces, la responsabilidad de la Comunidad Internacional es por no haber arbitrado medidas de mediación que impidieran el genocidio. No por la tardía intervención militar. Pues la Operación Turquesa para frenar el genocidio acabó apoyando a la guerrilla tutsi. Quienes, además de ayudar a expulsar a un millón de hutus hacia la R.D. Congo, una vez instalada en el poder, lanzó acciones de represalias contra los supuestos responsables del genocidio, produciendo nuevas matanzas. Hoy, Paul Kagame, el presidente tutsi del gobierno ruandés tiene abiertos procesos en Francia y España acusado de crímenes contra la humanidad. Por lo tanto, tampoco parece que la intervención militar en Ruanda fuera muy eficaz ni favoreciera la protección de la población civil de una y otra parte de los contendientes.
Pero aún hay más. Los defensores del derecho a proteger con intervenciones militares humanitarias, no dicen nada de las causas de violencia estructural que originan muchos de los conflictos actuales en el mundo. Si los organismos internacionales que regulan las políticas económicas y comerciales transnacionales (OCDE, BM, FMI, UE), son señalados por múltiples analistas como una de las causas que originan conflictos. Medidas que en general van dirigidas a eliminar la protección de las economías locales para favorecer el comercio internacional y que siempre van acompañadas de exigencias de ajustes para que se reduzca la protección social. Medidas que acaban desestructurando el tejido social, generan paro, marginación, y en algunos casos haya quien se convierta en delincuente o se enrole en grupos armados como medio de subsistencia. Entonces, ¿cómo se puede clamar por intervenciones militares a causa de violaciones de los derechos humanos, cuándo entre las causas que originan los conflictos hay una responsabilidad directa de quienes gobiernan esos organismos internacionales? Intervenciones denominadas con un término paz liberal (M. Duffield, 2001), que designa de manera apropiada las intervenciones militares de la Comunidad Internacional.
Ahora volvamos a Libia. Los rebeldes tomaron el camino de las armas abandonando el camino que dio el triunfo a las revoluciones no violentas de Túnez y Egipto. Y eso no es una cuestión baladí a la que hay que añadir un hecho diferencial al resto de revoluciones, la cuestión tribal. En la región de Bengasi, los rebeldes que empuñaron las armas son de un clan opositor del de Gadafi que gobierna en Trípoli. ¿Qué ocurrirá si el clan de Bengasi vence gracias a la ayuda exterior y los rebeldes penetran en Trípoli? ¿Se repetirán las tristes experiencias vividas de las matanzas de las guerras de la exYugoslavia y Ruanda?
Y, por último, la cuestión a mi juicio más importante. Los rebeldes deberían haber reflexionado sobre el alcance de tomar las armas. Pues esa decisión tiene una enorme trascendencia moral. Empuñar las armas para conseguir una reivindicación política es apostar por un final violento. Lo que abre una espiral de difícil control y de final incierto, con quizás nuevas matanzas y más represalias. Pues empuñar las armas para conseguir una reivindicación política es querer derrotar al contrario por la fuerza. Es apostar por un final violento y que sean las armas las que decidan el destino político de Libia.
La violencia armada de tantos grupos que decían luchar por la emancipación se han demostrado un error de proporciones colosales. Recordemos que aquellos grupos que alcanzaron el poder mediante la fuerza de las armas, solo con las armas pudieron mantener sus revoluciones, en detrimento de la libertad y la democracia. En el caso de Libia se vuelven a repetir los mismos errores del pasado.